«Me acaba de escribir Irene: me dice que Lilian ya está en Estados Unidos con su hijo». Leo el mensaje de texto en el metro, de camino al trabajo. Al otro lado del Atlántico, en algún lugar de Florida, madre e hijo duermen, por fin, bajo el mismo techo. Imagino su tranquilidad y se me escapa una sonrisa. Atrás queda la mirada acuosa de Lilian en Ciudad Juárez. Su angustia. La de una joven madre hondureña separada de su hijo adolescente por agentes de la migra en una hielera (centro de detención) de Texas.
«Cuando se lo llevaron al centro de menores ni siquiera me despedí de él; no sospechaba que no lo iba a volver a ver», me contó Lilian entre lágrimas en Pasos de Fe, un centro de acogida de migrantes regentado por un pastor protestante y financiado por la Agencia Vasca de Cooperación para el Desarrollo. Lilian fue expulsada a México sin más explicaciones, dejando atrás a su hijo de catorce años. Irene Vega, la Irene del mensaje de texto que acabo de leer y abogada de Ayuda en Acción, saltó como un resorte cuando escuchó su relato: «¡Esto que te pasó fue una violación enorme! Lo que se puede hacer, si me das permiso, es buscar la asesoría de un abogado estadounidense». A Lilian se le cambió la cara. Al fin un rayo de esperanza entre tanta oscuridad.
Al salir del albergue, en el barrio juarense de Loma Linda, corrí a enviar mi crónica por sus calles polvorientas con la sensación de haber dado con una noticia relevante. Tenía un testimonio que probaba que el Gobierno de Joe Biden separa familias en la frontera, igual que lo hacía —con gran escándalo internacional y menos tapujos— Donald Trump. No volví a ver a Lilian. No he vuelto a saber de ella hasta que he recibido el mensaje de mi contacto de Ayuda en Acción, ya de vuelta en Europa.
Pasos de Fe, como la Casa del Caminante en Chiapas o La 72 en Tabasco, es uno de esos pocos «lugares seguros» a lo largo de una travesía llena de peligros. Los coyotes, los policías corruptos, los narcos, los ladrones y los violadores —a veces varios de ellos encarnados en un mismo ser, como una Trinidad maligna— pueblan las leyendas de la ruta. Son seres casi mitológicos para quienes tuvimos el privilegio de nacer en el Norte, pero muy reales para quienes buscan oportunidades en ese Norte igualmente legendario. Desde la frontera de Guatemala hasta la de Estados Unidos, las personas migrantes encuentran en esos «lugares seguros» a personas como Irene, dispuestas a abrir ventanas de esperanza con un simple gesto de apoyo.
«Mi objetivo en este viaje es llegar a un lugar en el que pueda por fin estar tranquila, sin amenazas ni violencia, y poder educar a mis hijos», me dijo Marjorie (Tegucigalpa, 28 años) cerca de la frontera de Guatemala. En La 72, el refugio gestionado por Ayuda en Acción en Tenosique, no encontró ese destino soñado, pero sí un descanso temporal. Sus dos hijos jugaban en el patio del albergue con otros niños migrantes mientras charlábamos bajo el mural que representa el continente americano invertido, con el norte al sur y el sur al norte. En este lugar recibió atención médica y asesoría legal, y cargó su mochila de herramientas para poder seguir el camino hacia ese destino «sin amenazas ni violencia».
Me ocurre en otras ocasiones cuando vuelvo a casa después de coberturas periodísticas «duras» en zonas de conflicto o catástrofes humanitarias. Muchas veces olvido los nombres y apellidos de las víctimas y los detalles de sus historias, a menudo terroríficas. Sin embargo, sus caras vuelven a aparecer en mis recuerdos cuando menos me lo espero. Entonces me pregunto qué será de ellos, si habrán logrado dejar atrás a sus fantasmas, o si al menos aún siguen con vida. La mayoría de las veces no hay respuesta. Pero otras, de pronto, recibes un mensaje de texto en tu teléfono móvil de camino al trabajo: «Me acaba de escribir Irene: me dice que Lilian ya está en Estados Unidos con su hijo». Y esas veces todo vuelve a cobrar sentido.
Artículo escrito por Mikel Reparaz, responsable de información internacional en EITB.