Francisco Ramírez tiene 52 años y el pelo completamente negro, la piel con pocas arrugas y conserva todos los dientes. Solo los dedos de las manos, quebrados por la artrosis, delatan su edad. Sus ojos, caídos por el peso de la tristeza y la desesperanza, no son infantiles, pero su expresión es la misma que tienen la mayoría de los niños tolupanes de Honduras: la mirada de quien ha dejado de soñar. Según Edwin, uno de los responsables de Funach –socio local de Ayuda en Acción– en Victoria (Yoro, Honduras), la mayoría de los tolupanes ya no sueña y no espera que la vida le traiga algo mejor en el futuro. Solo luchan por sobrevivir, día tras día, en una monotonía indiferente que les deja esa sombra de desilusión en los ojos.
Francisco y su esposa Petrona duermen en una habitación de apenas 8 metros cuadrados con su hijo, su nuera de 19 años –actualmente embarazada– y tres nietos. El suelo del pequeño cuarto es de tierra, las paredes de adobe, el techo de zinc y la puerta está hecha de maderas humedecidas por la lluvia y colocadas en el vano de la entrada de un modo desordenado. Ninguna ventana permite la ventilación, y ni las paredes ni la puerta aíslan el cuarto de los roedores. Cuando entramos en la minúscula habitación, solo unos cuantos jergones en el suelo y algunas mantas constituyen todo el mobiliario. Un olor intenso nos acompaña durante la visita al dormitorio en el que, habitualmente, duermen siete personas; “todos amontonaditos”, como dice Francisco.
Mientras conversamos en el dormitorio grupal, algo parece moverse encima de una de las mantas. Confundido con las sombras, el cuerpo intensamente moreno de Lilian Yolibeth, de año y medio de edad, duerme desnudo, aunque envuelto en un intenso calor. Lilian es hija de Olvin, de 22 años, y de su esposa Saydis, de 19 años. Mientras hablamos con Francisco, su suegro, Saydis nos mira desde la puerta con una mezcla de fascinación, desconfianza y miedo. Su prominente barriga está ceñida por la misma –y quizá única– blusa que tenía antes de quedarse embarazada por segunda vez. Saydis no parece esperar nada, ni siquiera al nuevo hijo que viene. Del mismo modo que el sol sale y se pone, Saydis traerá otro ser al mundo que, como ella, nacerá marcado por la desesperanza y la incertidumbre: la misma falta de ilusión, la misma falta de futuro.
Francisco nos cuenta que cuando hizo la casa, consiguió los ladrillos en Victoria (a cuatro horas andando). Las dimensiones actuales de su pequeño hogar son acordes a los materiales que pudo conseguir hace unos años y, en la actualidad, es muy difícil pensar en ampliarla. Hace algún tiempo un programa del gobierno les instaló, como a muchas otras familias, un retrete enfrente de la puerta de su casa: sin paredes, sin puerta y, lo peor de todo, sin desagües, lo que hace de la pieza, en medio de la naturaleza, un objeto surrealista y completamente inútil. Ahora el inodoro, que descansa sobre un pequeño pedestal, parece una escultura, símbolo de la miseria y del abandono en que vive el pueblo tolupán (uno de los pueblos indígenas más antiguos, desconocidos y amenazados de América Latina, con indicadores de pobreza, desnutrición y carencia de servicios básicos muy superiores a la media del país). Cuando Francisco o alguien de su familia necesita ir al baño, sea la hora que sea, se aleja de la casa y se adentra en el campo.
La familia vive haciendo jornales a cambio de cien lempiras al día (unos tres euros) o intercambiando alimentos por trabajo. Desgraciadamente, estos exiguos ingresos tampoco son regulares. Hay tolupanes que poseen algunas tierras, en las que fundamentalmente siembran maíz y frijoles, que les permite comer todos los días. No es el caso de Francisco y Petrona y el resto de su familia. Ellos no tienen tierras. No tienen nada. Algunas gallinas cruzan delante de su casa, pero nos dicen que son de los vecinos. Todos saben a quién pertenece cada gallina. Solo tienen un cerdo, algo desnutrido, atado a una estaca. Es su seguro médico, comenta Francisco, si alguien se pone enfermo. No es fácil imaginar qué sucede cuando alguien muere en una casa como la de Petrona y Francisco. Los tolupanes no utilizan féretros, envuelven el cadáver en unas mantas y lo velan durante 24 horas. Luego lo entierran en el campo. Imaginarlos haciendo este sencillo rito, en el exiguo espacio con que cuentan, nos permite comprender un poco más la profunda tristeza en que vive este pueblo.
La visita de los miembros de Funach y Ayuda en Acción, se convierte casi en una fiesta para la familia de Francisco y Petrona. Para empezar, traemos una gallina que Petrona cocina en un fuego de leña, sobre una plancha de aluminio. También hay tamales (hojas de plataneras que envuelven una masa de maíz en cuyo interior hay frijoles aplastados) y arroz. Francisco come muy rápido y luego nos mira comer a nosotros, con una mezcla de orgullo de anfitrión y servicial vigilancia de mayordomo. Cuando le intento dar el arroz que me ha sobrado a unos de sus esqueléticos perros, me para y me lo impide. Luego, coge mi plato y engulle lo que queda a toda velocidad. Me sonríe mientras traga y vuelve a cruzar los brazos y a observar el inusual trasiego de comida que se produce delante de su casa.
Una de las cosas que más me impresionaron fueron los pies de los niños, “polvosos”, como decía Tomás Cruz, del Consejo directivo de Tribus. La mayoría de los niños no llevan zapatos y sus dedos se confunden con la tierra. De hecho, parecen tener pies de tierra. A fuerza de largas caminatas por senderos imposibles hasta el colegio, hasta el río, hasta la casa de un amigo… sus dedos han llegado a mimetizarse con el polvo. Sus pies no se agarran al camino, son ya parte de él.
Tomás Cruz nos habla de sus pies cuando, de niño, llegaba a casa después del colegio. Su madre le recibía después de más de dos horas de camino sin zapatos y le decía: “aquí viene mi profesor”. Tomás se emociona recordando aquellas palabras. Ahora ya es profesor y líder ideológico de los tolupanes. El es la prueba de que sí hay un futuro, de que se puede ayudar a un pueblo olvidado, casi exterminado en vida. Tomás lucha porque se devuelva a los tolupanes la tierra que les corresponde legítimamente, y que ahora está en manos de terratenientes. Ese trozo de tierras les permitiría comer todos los días. Tomás, con solo veintinueve años, está convencido que la educación es la clave para que su pueblo salga adelante. Recorre con su moto senderos escarpados para hacer llegar a los niños la cultura y “su cultura” (la lengua materna de los tolupanes es el tol, que solo habla un reducido número de personas en la montaña de la Flor). Tomás está convencido que cada kilómetro recorrido es un paso más hacia la construcción de un futuro para los numerosos niños tolupanes que, como él en su infancia, tienen los pies descalzos.
El porcentaje de desnutrición crónica de menores de cinco años es casi el doble en Victoria (45%) que la media de Honduras (23%). La población con necesidades básicas insatisfechas alcanza un alarmante 70,6%. Y la población en extrema pobreza se sitúa en un 48,5%, muy por encima de la media nacional que es del 31%.
Más de 1500 niños de la tribu tolupán Las Vegas de Tepemechín, al norte del municipio de Victoria, esperan un guiño del futuro, una señal, una llamada, algo que les haga soñar con crecer en mejores condiciones de las que están ahora. Más de 1500 niños esperan que un ángel de la guarda les mande una señal desde Canarias, desde España. No solo sería una inyección de vida para ellos, también para sus padrinos será una experiencia existencial única. Como dice Neri Tejada, de Funach, “poder tocar una de estas vidas y cambiar el rumbo de su destino, es algo que justifica de un modo absoluto a cualquier ser humano”. No son cifras, no son proyectos, ni informes de pobreza y extrema miseria. Se trata del alma de un niño y la de su padrino, frente a frente; se trata de aliviar un sufrimiento, se trata de ayudar a crecer, de ayudar a creer, de ayudar a soñar. Se trata de tocar una vida y salvarla.