Factores adversos a nivel mundial desaceleraron el crecimiento económico al tiempo que los países luchaban contra el aumento de la inflación, lo que dificultó los avances en la reducción de la pobreza. El hambre aumentó drásticamente debido a las crisis económicas, la violencia, los conflictos y los fenómenos meteorológicos extremos.
La proliferación y la expansión del terrorismo y la violencia condicionó en gran medida la estabilidad regional. Grupos yihadistas en Mozambique, el Estado Islámico en el Sahel o los conflictos étnicos en Etiopía han intensificado sus ataques. El deterioro de la seguridad provocó grandes desplazamientos de una población ya de por si vulnerable que, además, sufrió emergencias climáticas, la escasez de recursos, los altos precios de los alimentos, las peores consecuencias económicas de la COVID-19 y el impacto del conflicto en Ucrania, que agravó aún más la inseguridad alimentaria.
Mientras que el Cuerno de África está sufriendo la peor sequía de los últimos 40 años, en Uganda padecieron inundaciones que arrasaron con hogares, negocios y medios de vida. Las consecuencias del cambio climático agravan las dificultades, ya que impulsan la migración y, en ocasiones, provocan tensiones que los grupos terroristas y criminales aprovechan.
La falta de servicios de formación, de orientación e intermediación laboral condicionan enormemente la creación de empleo y las iniciativas de emprendimiento. Apenas hay apoyo gubernamental en las zonas rurales, donde vive más de la mitad de la población. La juventud y las mujeres son quienes más sufren la precariedad laboral y se ven abocados al sector informal.
Se estima que el 43 % de la población no tiene acceso a la electricidad. De manera habitual para cocinar se utiliza la quema de fuel, gas, madera o excrementos. Sin embargo, existe un enorme potencial para la generación de energías verdes y la expansión de redes de energía, pudiendo incidir de forma positiva en el desarrollo económico.