El colapso de los sistemas de salud debido a la pandemia tuvo niveles de intensidad variados entre los países de la región, poniendo de manifiesto la fragilidad de sus sistemas sanitarios. La insuficiencia de los servicios de agua y saneamiento en las zonas más empobrecidas ha dificultado la puesta en marcha de medidas sanitarias necesarias para evitar la propagación de la COVID-19.
La dimensión económica de la crisis ha sido quizás lo más preocupante. La abrupta caída del PIB en 2020 (-9,1%) ha provocado un aumento de la desigualdad en la región más desigual del planeta. La crisis ha tenido un impacto severo no solo en la población de menor nivel de ingreso, sino también en las minorías étnicas, la población rural, las mujeres, las personas jóvenes y migrantes.
El confinamiento supuso una amenaza para el derecho a la educación de la infancia y la juventud. La enseñanza online ha estado condicionada por las brechas en el acceso a la tecnología, ensanchando las desigualdades si hablamos de una educación de calidad. Los casos de violencia contra menores en el ámbito familiar se dispararon y la función de espacios seguros y de socialización de los centros educativos afectaron a su salud mental.
En cuanto a la migración, la falta de oportunidades y la violencia generalizada continuó empujando a miles de personas centroamericanas a emprender la peligrosa travesía hacia Estados Unidos. En Sudamérica, la crisis política, económica y social de Venezuela ha persistido, con la consiguiente crisis humanitaria a nivel regional, que acumula más de cuatro millones de personas deambulando por los países de la región.
El cambio climático es también protagonista con un aumento en la intensidad de los desastres naturales. Los huracanes Eta y Iota, en Centroamérica, fueron las catástrofes más devastadoras de los últimos 20 años en la región.