La primera vez que viajé al Sur como voluntario, aún tomaba fotos con cámara de carrete. No soy un gran aficionado a la fotografía, pero el entusiasmo y el respeto que despertaba en mí aquel primer viaje de cooperante, me llevó a pensar que habría muchos momentos inolvidables que capturar, muchas lecciones que inmortalizar. Intuía que aquel viaje me acabaría transformando de una u otra forma, como así ha sido en cierto sentido, y quería contar con un dossier de recuerdos sobre el que regresar al tiempo para vencer al desgaste de los años. Tomé muchas fotografías. Pero la que más me marcó fue precisamente aquella que nunca me atreví a realizar.

Trabajaba en un arrabal de la periferia de una urbe latinoamericana. Un asentamiento chabolista a los pies de un cerro desierto, sin servicios públicos de agua, saneamiento ni electricidad, y con una escuelita a medio construir como única esperanza. El barrio, tenía su propio basural, donde poco se puede reciclar o reutilizar ya, que no haya sido amortizado en un entorno de consumidores empobrecidos. Cada mañana, al amanecer, decenas de niños y niñas, competían con perros hambrientos, rebuscando entre los despojos del basurero todo utensilio o baratija que pudiera ser revendido en las calles de la ciudad. Los más grandes llevaban consigo, atados por un cordel a su cintura, a los más pequeñitos. Era un paseo rutinario, que podía durar una o dos horas, según la oferta disponible del día. Después, entregaban su repositorio de baratijas en casa para que la madre o el padre pudieran venderlo al día siguiente en las calles del centro de la ciudad. Entonces, marchaban al cole.

Yo aprendía de ellos por las tardes, trabajando en actividades de acompañamiento educativo. La fotografía que no tomé, y que me ha acompañado todo este tiempo, es la de una niña de 4 años. Ojos azabache inmensos, cubiertos de mutismo, y una sonrisa que era una mueca curva. No pronunciaba palabra desde hacía 1 año, y vivía asida a un osito de trapo. Aquella niña era usuaria habitual del basural. Su infancia se consumía en él. Con el paso de los meses, y gracias al trabajo de los profesores y el compromiso de su familia, aquella niña pudo abandonar el basural. Poco a poco recuperó el habla y sus sonrisas fueron ganando protagonismo al silencio.

Después, he visto esos mismos ojos, y esa misma mueca curva en otros lugares y en otros países de América Latina. En diferentes contextos: en las mejillas curtidas por el frío de los niños pastores de las gélidas montañas andinas; en la piel marcada por cortes y quemaduras de las niñas haitianas vendidas por sus padres como siervas domésticas a familias pudientes; en las espaldas curvas y los pulmones agitados de los niños y niñas que trabajan en los mangles del Salvador recolectando curiles.

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Trabajo infantil: casi 152 millones de niños y niñas son víctimas de esta lacra


Infancias a medias y sonrisas curvas, víctimas del trabajo infantil. Esta es la fotografía que nunca quise tomar y que no he querido olvidar: la de 151,6 millones de niños y niñas de entre 5 y 17 años de edad, que se encuentran en situación de trabajo infantil; la de los 72,5 millones de estos niños y niñas que realizan trabajos peligrosos que afectan seriamente a su salud y su desarrollo y ponen en peligro sus vidas. La de los 19 millones de niños y niñas, menores de 11 años, que en lugar de jugar alegremente, se enfrentan a la dureza de un trabajo peligroso que pone en peligro sus vidas, les arrebata su infancia, condiciona su presente y les niega el futuro.

El trabajo infantil, y especialmente las consideradas por la Organización Internacional del Trabajo como peores formas de trabajo infantil[1], suponen una vulneración grave de los Derechos Humanos de los Niños, Niñas y Adolescentes que perpetúan la exclusión social y la pobreza. Los niños y niñas se ven privados desde muy temprana edad de su derecho al juego, al descanso, al tiempo libre y esparcimiento, a la educación, a disfrutar de su familia. Las duras tareas que realizan y los contextos de explotación en los que las llevan a cabo, tienen efectos directos sobre su salud y su bienestar físico, moral y emocional en el corto, medio y largo plazo, poniendo incluso su vida en riesgo.

En noviembre de 2017 se celebró en Sevilla el Foro España-Américas: El rol de la sociedad civil en la erradicación sostenida del trabajo infantil y la protección del adolescente trabajador, organizado por la OIT, la Agencia Andaluza de Cooperación Internacional y Ayuda en Acción. En este espacio pudimos reflexionar sobre los retos y avances en la erradicación del trabajo infantil y la protección del trabajo adolescente en la región, con la meta 8.7 de los Objetivos de Desarrollo Sostenible como horizonte: asegurar la prohibición y eliminación de las peores formas de trabajo infantil, y poner fin al trabajo infantil en todas sus formas para el año 2025.

El objetivo final de este Foro fue elevar nuestra voz, como sociedad civil, para que en IV Cumbre Mundial sobre Trabajo Infantil, que tuvo lugar en Buenos Aires todos los Estados asumieran compromisos claros e inequívocos en relación con la meta 8.7 de los ODS y la humanidad pueda presentarse en 2025 libre de trabajo infantil en todas sus formas, como conquista histórica e ineludible. Tal vez entonces, pueda desterrar mis recuerdos y fotografías nunca tomadas.

[1] Convenio 182 OIT. Se consideran peores formas de trabajo infantil: venta y tráfico de niños/as, servidumbre por deudas y la condición de siervo, trabajo forzoso u obligatorio, incluido el reclutamiento forzoso en conflictos armados, la explotación sexual infantil, la participación en actividades ilícitas como el narcotráfico o la mendicidad organizada, o cualquier otra forma de trabajo que dañe la salud, la seguridad o la moralidad de los niños y niñas.



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